Desde el Precipicio
Las herramientas de inteligencia artificial me han devuelto casi el 90% de mi tiempo
Hoy, a las 5:05PM, cerré dos tickets de JIRA - uno de 5 puntos y otro de 3. Estos puntos significan que "necesitaba" casi una semana ininterrumpida para resolverlos. Los terminé en menos de 4 horas, mientras revisaba código de un compañero y contestaba mensajes en Slack.
¿Cómo? Inteligencia Artificial™️.
Yo he seguido muchas conversaciones en línea (no hablo de esto con nadie en la vida real) sobre cómo la inteligencia artificial va a suplir millones de empleos, como ahora todos vamos a quedarnos sin trabajo porque ChatGPT puede hacerlo todo pero más barato. Pero como dijo Luis Enrique, yo no sé mañana. No contrato a nadie y no tengo planeado contratar a nadie.
En realidad, yo siempre me consideré una especie de contratista o empleado temporal a donde sea que vaya. En mi mente, recibo un salario para resolver un número predeterminado de tareas cada semana. Ese número está basado en lo que alguien promedio puede resolver en unas 40 horas (shout out a los sindicatos gringos por las leyes laborales acá). Nunca consideré que me estaban rentando por 40 horas si no que estaban rentando mis habilidades para resolver esas tareas y esperaban que tomara más o menos 40 horas.
Esa diferencia es importante porque yo nunca me tardo 40 horas en resolver esas tareas. Tengo la suerte de haber encontrado interesante la automatización de lo aburrido desde hace como tres empleos. Eso significa que si me dan 15 tareas que resolver en 2 semanas (80 horas) y las resuelvo en 40… tengo 40 horas extras que no le debo a nadie.
Es así como nació tacosdedatos hace 7 años. Es así como he creado un sinfín de proyectos. Es así como sigo aprendiendo y manteniéndome al tanto de los avances de esto.
Esto es lo que ha cambiado con la inteligencia artificial: no acabo las cosas en la mitad de tiempo. Eso ya lo hacía hace 7 años con Python. Las herramientas de inteligencia artificial me han devuelto casi el 90% de mi tiempo. Más creería yo.
Si tan solo pudiera reemplazarme en llamadas de Zoom, tendría el 99%.
En uno de los tickets creé dos modelos de dbt con toda su documentación, validación y pruebas. En el otro, una herramienta CLI de Python para monitorear datos y enviar notificaciones a Slack. Todo esto mientras revisaba código de un compañero y contestaba mensajes.
La inteligencia artificial me ha devuelto tiempo. Y con tiempo, las posibilidades son abrumadoras — ahora el límite es… ¿la creatividad? Más o menos.
Este tiempo extra no solo me ha dejado ser más productivo - me ha permitido ser más creativo. Y quiero compartir eso. Estoy buscando personas que, como yo hace años, tengan más ideas que experiencia, más creatividad que tiempo. Si te interesa explorar estas posibilidades conmigo, dejé una encuesta en posts anteriores (y aquí está de nuevo).
Mientras tanto, les comparto un ejemplo de lo que este tiempo "artificial" me ha permitido crear. He estado usando ChatGPT como tutor de escritura - uno que nunca se cansa y puede seguir las docenas de hilos de mi mente. Le pedí un playbook de ejercicios diarios y me propuso el Imitation Game: escribir algo personal imitando la voz de un autor que admire. Escogí a James Baldwin, leí Giovanni's Room, y en 15 minutos escribí sobre una memoria que llevo conmigo hace 17 años.
Con Lex (la app que estoy usando ahora mismo) y ChatGPT dándome retroalimentación inmediata, pude refinar cada párrafo hasta que sonara exactamente como quería. Lo que importa no es el resultado final, sino lo que logré hacer con el tiempo que estas herramientas me devolvieron.
Les dejo ese ensayo a continuación. Se llama Golpes de suerte en el precipicio y el original en inglés está en mi Substack personal, Tres Veces.
Golpes de suerte en el precipicio
Mis pensamientos eran siempre nublados e incesantemente poéticos. Brotaban de mi cabeza en forma aparentemente dispersa, crecían como enredaderas, adhiriéndose con sus delgados y frágiles zarcillos a las rejas, y a las paredes, y a los árboles, y a cualquier cosa y a todo, buscando siempre el cielo; o como tentáculos curiosos e inquietos, tocándolo todo, aprendiéndolo todo. Servían de espada y escudo, de telescopio y brújula. Me encantaba observar. Me encantaba aprender. Todo se magnificaba, siempre.
Era una tarde como cualquier otra de mi adolescencia, otra docena de muertos anunciados en el periódico, el cielo estaba despejado y la brisa refrescaba. Habíamos comprado Lucky Strikes y café Andatti, habíamos pasado por delante de la parada de taxis — siempre saltando por el lado de la rampa, nunca bajando los escalones. Allí estaban los taxistas de siempre. Allí estaba la caseta de teléfono roja eternamente vacía. Pasamos una cuadra. Caminábamos por la calle, la acera estaba constantemente interrumpida por rampas para que los carros entraran a sus casas. No se veía a nadie en sus patios. Todo el mundo se quedaba dentro a menos que tuviera una razón para estar fuera. O ninguna razón para estar en ningún sitio. Pasamos otra calle, la caseta del guardia de seguridad, siempre vacía, marcando, con la ayuda de los colores beige y crema que abandonaban el gris y el ladrillo, el comienzo de un nuevo lugar. El gran letrero que nos daba la bienvenida: "Hacienda Linda" - Creo que nunca vi "Vista" allí. Siempre había habido un árbol cubriéndolo que nadie se molestaba en podar. Siempre pensé que los colores eran feos. No tenía palabras para explicar por qué las letras verde lima quedaban tan feas contra la pared crema claro. Era la pretensión de todo, ese desesperado intento de elegancia que sólo revelaba lo que trataba de ocultar. El tipo de fealdad que surge de esforzarse demasiado por ser algo que no eres.
Giramos a la derecha y seguimos la larga calle hasta el final de la hacienda. Llegamos a un muro, un muro de cemento cualquiera que delimitaba la parte del cerro. No había nada más que arbustos descuidados y cosas olvidadas al otro lado de ese muro, excepto las casas al pie del cerro. Entre todas esas casas, casi idénticas, había esta ventana desde la que se podía ver el exterior. Desde aquí, en lo alto de mi cerro, podíamos verlo todo. Debajo de nosotros, un cañón. A la izquierda, una autopista que cortaba el paisaje por la mitad, apuñalando el cerro justo delante. Más a la izquierda estaban los Estados Unidos detrás de una valla de metal oxidado. Esa valla siempre me recordó la cita sobre el pobre México, tan lejos de Dios, tan cerca de Estados Unidos. Más adelante, ancladas por estatuas de sacerdotes jesuitas y en una calle con el nombre de Hernán Cortés, estaban las glorietas extendidas como una pista de carreras. Rodeadas de supermercados, restaurantes — de comida rápida y taquerías, tiendas de telas y ferreterías. Aquí todo el mundo hace algo.
En el cañón debajo de nosotros había otro fraccionamiento, pero sus casas no eran todas iguales. Sus casas estaban hechas por la gente que vivía en ellas. Salpicaban la calle que fluía por el fondo del cañón, extendiéndose por los lados como enredaderas, creciendo por todas las posibilidades. Hacían caminos donde se necesitaban caminos.
Era el atardecer. El cielo estaba imposiblemente coloreado y saturado de su propia esencia. Todo se encontraba sobre el muro que divide todo lo que fue de lo que será. Las casas tenían cálidas luces amarillas. Los coches iluminaban sus caminos.
Podía oír el océano, juro que podía oír el océano, aunque tal vez sólo fueran los carros en la carretera, su interminable paso transformándose lentamente en olas. O quizá la diferencia no importaba aquí.
Teníamos Lucky Strikes y café Andatti, esos pequeños rituales de adultos a los que no teníamos derecho a los quince años. Demasiado jóvenes para ser viejos. No teníamos nada de qué preocuparnos y todo de qué hablar. Era ingrávido. La ingravidez de la inmensidad de lo que podría ser o, mejor dicho, la libertad expansiva de no saber qué pasará. La libertad que sólo existe en nosotros como niños cuando no saber es asombro y no ansiedad, cuando tener preguntas es curiosidad y no dudas, cuando cada tristeza se siente infinita y cada alegría se siente permanente. Allí estaba yo, en el precipicio, con mis pensamientos tocándolo todo: las luces de abajo, la oscuridad de arriba, oliendo la dulzura de los Lucky Strikes y saboreando la amargura del café Andatti. El océano.
Esto nunca se pintaría. Nadie lo grabaría jamás. Aquí no hay nada que valga la pena conservar, que valga la pena el viaje, que valga la pena la reflexión. Es un momento pasajero en un lugar pasajero. No lo visitarías. Pero me encantaba. Me encantaba pensar en ello. Me encantaba cómo todo aquí nunca era lo que fue. Cómo podíamos morir cualquier día, pero en cambio moríamos cada segundo. Cómo nada permanecía igual excepto nuestra obstinada insistencia en permanecer. Una y otra vez.